MENÉNDEZ REY DE LA PATAGONIA. Por
José Luis Alonso Marchante. Catalonia. 15 x 25 cm. 352 págs. Ilustraciones.
Santiago, 2014.
En la
evolución del trabajo historiográfico la revisión por autores posteriores de
estudios precedentes ha sido y es cosa frecuente pero, de pronto, ha devenido
una suerte de moda impuesta por ideologías sociopolíticas en boga surgidas a
propósito de la conmemoración de acontecimientos del pasado en un país o en
regiones geográficas más amplias. Tal, nos parece, haber sido el caso del
quinto centenario del descubrimiento de América que a contar de la fecha de su
cumplimiento en 1992 generó una serie de estudios, en su mayoría bajo la óptica
revisionista, que todavía mantiene vigencia. Su objetivo aparente -y plausible
para algunos- es el de restaurar la verdad de lo acontecido en el pretérito
afectada como ha sido la misma en su legitimidad o autenticidad por versiones
interesadas surgidas desde la “historia oficial”, así denominada por esta
corriente de pensamiento académico, olvidando sus propugnadores que tal
calificación es propia de situaciones sociales desarrolladas bajo regímenes
políticos totalitarios y no de sistemas democráticos y representativos. Así
resulta muy fácil etiquetar con ese calificativo a todo parecer académico que
no coincide con el sostenido por los corifeos revisores y sus seguidores. En
este contexto comprensivo se ha replanteado por algunos el reestudio y
tratamiento de los hechos acaecidos en el Nuevo Mundo o América desde su
hallazgo para la cultura de Occidente, hasta nuestros días, pasando por las
archiconocidas etapas caracterizadoras de la conquista y el dominio
territorial, la colonización y uso de los recursos naturales, la independencia
de los imperios colonizadores y la formación de diferentes estados nacionales,
con su entresijo de fenómenos colaterales tales como la extinción de los
pueblos aborígenes y la explotación irracional de los recursos naturales. Este,
en lo particular, ha sido y es el caso de la Patagonia sensu lato.
Participando
de esa corriente revisionista y reinterpretativa, José Luis Alonso Marchante
aborda la historia personal y empresarial de quien fuera, por origen, su doble
coterráneo, asturiano y español como él, José Menéndez y Menéndez, inmigrante
arribado al territorio en el inicio del cuarto final del siglo XIX donde amasó
una fortuna cuantiosa que hace ya tiempo le ganó el remoquete de “Rey de la Patagonia”
y que el autor recupera para dar más fuerza al título del libro que comentamos.
Comienza
pintando una Arcadia feliz como era la Patagonia (y Tierra del Fuego) antes de
la llegada de los europeos: país de la abundancia natural, en grandísima variedad
específica y en disponibilidad, poblado por aborígenes de cultura material más
bien escasa aunque con un rico acervo mítico y espiritual, respetuosos de su
entorno, dueños primigenios y legítimos de un tesoro de vida que habían
aprovechado desde lo más remoto y que aseguraba su continuidad. Pero todo ese
Edén comenzó a cambiar a contar de las postrimerías del siglo XVI para
culminar, prácticamente, en los inicios del XX con el virtual agotamiento de
los recursos animales y también de los bosques y pasturas, por obra de la
codicia insaciable motivada por el afán de la riqueza de los foráneos que se
instalaron como dueños y señores de la tierra. Todo ello es expuesto por el
autor en un relato que procura ser convincente y que, es obvio, busca
predisponer al lector en contra de los autores de tanta maldad exterminadora.
Esta, asimismo, incorporó como variante formal la explotación de los pueblos
aborígenes con los que los foráneos entraron de cualquier modo en relación, a
fin de hacer más eficaz y rendidora su faena de aprovechamiento de los recursos
naturales.
En este
particular y en bien estudiado planteamiento, el autor aborda ese trato
devenido un calvario para los indígenas con un resultado tan atroz como el
conseguido en la explotación económica, como fue la exterminación virtual de
las etnias originarias y sus culturas al punto que para la época de la
culminación del proceso colonizador una y otras pasaron a ser un mero recuerdo
histórico. El resultado final de ese dramático enfrentamiento intercultural
feroz fue el triunfo de “la civilización” (los foráneos) sobre “la barbarie”
(los autóctonos), que acabó con el dominio absoluto del territorio por parte de
cuantos fueron los últimos en arribar al mismo.
Y en ese
doble relato -explotación de recursos naturales y de los humanos- Marchante con
habilidad dialéctica va exponiendo y machacando sus afirmaciones, empleando en
ello un cuarto del texto total de la obra. De esa manera, seguro de su éxito,
esto es de la predisposición de sus lectores, aborda al personaje histórico de
su interés, que conforma el arquetipo del explotador por la codicia y el afán
de riqueza de que hizo gala durante sus existencia, obrando según se relata,
sin escrúpulo alguno, en un juicio reiterativo donde no ahorra descalificativos
para el protagonista y para sus acciones.
Y así
prosigue la historia -a la manera de Marchante es claro- en un relato donde
este utiliza todo su conocimiento, su habilidad dialéctica y su escasa (o
ninguna) ética, amén de un lenguaje expositivo claro y sencillo. Al final de
tanto despliegue no queda títere con cabeza, pues Marchante avanza a mandoble
limpio cual nuevo Quijote matador de gigantes desaforados, endriagos y
malandrines, arremetiendo contra Menéndez, sus hijos, su yerno Braun, sus
empleados supervisores y sus asociados; contra las autoridades territoriales
desde gobernadores a policías, contra los misioneros salesianos o anglicanos
con Fagnano y Bridges a la cabeza, incluyendo al célebre Lucas, hijo del
ultimo, y otros; ¡si hasta le toca al escultor Guillermo Córdova pues al autor
no le agradó la composición artística del monumento a Fernando de Magallanes en
Punta Arenas, porque el Descubridor está a más altura que los indígenas patagón
y fueguino que lo acompañan con la sirena y otros elementos en la decoración
del conjunto, posición que el autor estima es injusta y desdorosa para los
aborígenes!
Hay en la
argumentación un claro dominio de las fuentes que informaron su conocimiento,
pero, de igual manera es claro que esa información es utilizada a voluntad, a
veces retaceándola, amañándola e incluso engañando deliberadamente con el
propósito de convencer al lector acerca de “su” verdad. La falta de ecuanimidad
campea en una relación que enjuicia severamente a personajes, hechos y
circunstancias con la visión del tiempo actual en vez de hacerlo, como lo exige
la objetividad, ciñéndose a la mentalidad social propia de la época en que
aquellos actuaron y las cosas acontecieron. Su insistencia en plantear los
sucesos del pasado diferenciándose de la manera que, según él, lo ha hecho “la
historia oficial”, monserga habitual del revisionismo, sitúa a Marchante
plenamente en ese sector del pensamiento representativo.
Falta serenidad en la ponderación de hechos y circunstancias
y en las acciones de personas, como se advierte de su afán en mostrar el sesgo
diabólico o perverso que los habría inspirado o condicionado. Su condena es
categórica para cuantos, habiéndose
ocupado con antelación de tales asuntos, no coinciden con su línea de
pensamiento. Su ausencia de objetividad cansa finalmente al lector informado.
El autor usa con habilidad la narración de sucesos lamentables y condenables
como fueron las exhibiciones de indígenas ante públicos europeos (“zoológicos
humanos”), sabedor de su efecto impresionante sobre el ánimo de los lectores
poco o nada informado. ¿Qué Menéndez no tuvo nada que ver con esos tristes
hechos, a quién le importa si su mención sirve al objetivo principal de la obra
que es demoler a una figura histórica y con ella a toda una época? Las
afirmaciones falsas o engañosas se suceden y podrían citarse varias como
ejemplo, pero basta mencionar las referidas a la asignación de responsabilidad
a Menéndez en la desaparición de los aónikenk del área de San Gregorio (pág.
68), o la insinuación de la deshumanización y perversidad de Nogueira (pág.
116), o la invención de un “retrato” de “cazadores de indios”, utilizando para
ello una fotografía que diéramos a conocer por vez primera en 1982 en nuestra
obra La Tierra de los Fuegos (pág. 159).
Así es, Marchante usa y abusa de la interpretación a su
amaño de noticias históricas en orden a la afirmación de su pretendida verdad,
tanto que cansa y fastidia, reiteramos a quien está informado sobre la materia.
Vale, para el caso, la opinión del sociólogo Joaquin Bascopé, que compartimos,
manifestada en una carta el director del diario La Prensa Austral de
Punta Arenas en la que le exige a Marchante que lo desvincule de la trama
argumental empleada en la obra que se comenta, por su manifiesta torcida intensión:
Son tantas las manipulaciones intencionadas de las fuentes, tanta la
simplificación de la historia, en el par víctima–victimario que, aunque esto
agrega viveza al texto, lo aleja demasiado de la objetividad y de la verdad
histórica de la que presume (edición del 16 de septiembre de 2014).
En fin, agregamos para concluir, no se puede escribir la
historia de la forma que lo hace Marchante en el libro que se comenta, en que
más que mostrar una faceta novedosa del pasado, sin mengua para la verdad, se
evidencia un designio claro y preciso de revisión destinado a impresionar a
lectores incautos. Nada más alejado de la verdad histórica que este “libro
definitivo” que nos presenta Osvaldo Bayer en su prólogo, por su
intencionalidad aviesa. Es un esfuerzo perdido, una obra que nada aporta al
mejor conocimiento del pasado magallánico y que sí lo daña con su perturbador
contenido.
Mateo Martinic B.
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