sábado, 20 de junio de 2015

Comentario sobre un libro



MENÉNDEZ REY DE LA PATAGONIA. Por José Luis Alonso Marchante. Catalonia. 15 x 25 cm. 352 págs. Ilustraciones. Santiago, 2014.
En la evolución del trabajo historiográfico la revisión por autores posteriores de estudios precedentes ha sido y es cosa frecuente pero, de pronto, ha devenido una suerte de moda impuesta por ideologías sociopolíticas en boga surgidas a propósito de la conmemoración de acontecimientos del pasado en un país o en regiones geográficas más amplias. Tal, nos parece, haber sido el caso del quinto centenario del descubrimiento de América que a contar de la fecha de su cumplimiento en 1992 generó una serie de estudios, en su mayoría bajo la óptica revisionista, que todavía mantiene vigencia. Su objetivo aparente -y plausible para algunos- es el de restaurar la verdad de lo acontecido en el pretérito afectada como ha sido la misma en su legitimidad o autenticidad por versiones interesadas surgidas desde la “historia oficial”, así denominada por esta corriente de pensamiento académico, olvidando sus propugnadores que tal calificación es propia de situaciones sociales desarrolladas bajo regímenes políticos totalitarios y no de sistemas democráticos y representativos. Así resulta muy fácil etiquetar con ese calificativo a todo parecer académico que no coincide con el sostenido por los corifeos revisores y sus seguidores. En este contexto comprensivo se ha replanteado por algunos el reestudio y tratamiento de los hechos acaecidos en el Nuevo Mundo o América desde su hallazgo para la cultura de Occidente, hasta nuestros días, pasando por las archiconocidas etapas caracterizadoras de la conquista y el dominio territorial, la colonización y uso de los recursos naturales, la independencia de los imperios colonizadores y la formación de diferentes estados nacionales, con su entresijo de fenómenos colaterales tales como la extinción de los pueblos aborígenes y la explotación irracional de los recursos naturales. Este, en lo particular, ha sido y es el caso de la Patagonia sensu lato.
Participando de esa corriente revisionista y reinterpretativa, José Luis Alonso Marchante aborda la historia personal y empresarial de quien fuera, por origen, su doble coterráneo, asturiano y español como él, José Menéndez y Menéndez, inmigrante arribado al territorio en el inicio del cuarto final del siglo XIX donde amasó una fortuna cuantiosa que hace ya tiempo le ganó el remoquete de “Rey de la Patagonia” y que el autor recupera para dar más fuerza al título del libro que comentamos.
Comienza pintando una Arcadia feliz como era la Patagonia (y Tierra del Fuego) antes de la llegada de los europeos: país de la abundancia natural, en grandísima variedad específica y en disponibilidad, poblado por aborígenes de cultura material más bien escasa aunque con un rico acervo mítico y espiritual, respetuosos de su entorno, dueños primigenios y legítimos de un tesoro de vida que habían aprovechado desde lo más remoto y que aseguraba su continuidad. Pero todo ese Edén comenzó a cambiar a contar de las postrimerías del siglo XVI para culminar, prácticamente, en los inicios del XX con el virtual agotamiento de los recursos animales y también de los bosques y pasturas, por obra de la codicia insaciable motivada por el afán de la riqueza de los foráneos que se instalaron como dueños y señores de la tierra. Todo ello es expuesto por el autor en un relato que procura ser convincente y que, es obvio, busca predisponer al lector en contra de los autores de tanta maldad exterminadora. Esta, asimismo, incorporó como variante formal la explotación de los pueblos aborígenes con los que los foráneos entraron de cualquier modo en relación, a fin de hacer más eficaz y rendidora su faena de aprovechamiento de los recursos naturales.
En este particular y en bien estudiado planteamiento, el autor aborda ese trato devenido un calvario para los indígenas con un resultado tan atroz como el conseguido en la explotación económica, como fue la exterminación virtual de las etnias originarias y sus culturas al punto que para la época de la culminación del proceso colonizador una y otras pasaron a ser un mero recuerdo histórico. El resultado final de ese dramático enfrentamiento intercultural feroz fue el triunfo de “la civilización” (los foráneos) sobre “la barbarie” (los autóctonos), que acabó con el dominio absoluto del territorio por parte de cuantos fueron los últimos en arribar al mismo.
Y en ese doble relato -explotación de recursos naturales y de los humanos- Marchante con habilidad dialéctica va exponiendo y machacando sus afirmaciones, empleando en ello un cuarto del texto total de la obra. De esa manera, seguro de su éxito, esto es de la predisposición de sus lectores, aborda al personaje histórico de su interés, que conforma el arquetipo del explotador por la codicia y el afán de riqueza de que hizo gala durante sus existencia, obrando según se relata, sin escrúpulo alguno, en un juicio reiterativo donde no ahorra descalificativos para el protagonista y para sus acciones.
Y así prosigue la historia -a la manera de Marchante es claro- en un relato donde este utiliza todo su conocimiento, su habilidad dialéctica y su escasa (o ninguna) ética, amén de un lenguaje expositivo claro y sencillo. Al final de tanto despliegue no queda títere con cabeza, pues Marchante avanza a mandoble limpio cual nuevo Quijote matador de gigantes desaforados, endriagos y malandrines, arremetiendo contra Menéndez, sus hijos, su yerno Braun, sus empleados supervisores y sus asociados; contra las autoridades territoriales desde gobernadores a policías, contra los misioneros salesianos o anglicanos con Fagnano y Bridges a la cabeza, incluyendo al célebre Lucas, hijo del ultimo, y otros; ¡si hasta le toca al escultor Guillermo Córdova pues al autor no le agradó la composición artística del monumento a Fernando de Magallanes en Punta Arenas, porque el Descubridor está a más altura que los indígenas patagón y fueguino que lo acompañan con la sirena y otros elementos en la decoración del conjunto, posición que el autor estima es injusta y desdorosa para los aborígenes!
Hay en la argumentación un claro dominio de las fuentes que informaron su conocimiento, pero, de igual manera es claro que esa información es utilizada a voluntad, a veces retaceándola, amañándola e incluso engañando deliberadamente con el propósito de convencer al lector acerca de “su” verdad. La falta de ecuanimidad campea en una relación que enjuicia severamente a personajes, hechos y circunstancias con la visión del tiempo actual en vez de hacerlo, como lo exige la objetividad, ciñéndose a la mentalidad social propia de la época en que aquellos actuaron y las cosas acontecieron. Su insistencia en plantear los sucesos del pasado diferenciándose de la manera que, según él, lo ha hecho “la historia oficial”, monserga habitual del revisionismo, sitúa a Marchante plenamente en ese sector del pensamiento representativo.
Falta serenidad en la ponderación de hechos y circunstancias y en las acciones de personas, como se advierte de su afán en mostrar el sesgo diabólico o perverso que los habría inspirado o condicionado. Su condena es categórica para   cuantos, habiéndose ocupado con antelación de tales asuntos, no coinciden con su línea de pensamiento. Su ausencia de objetividad cansa finalmente al lector informado. El autor usa con habilidad la narración de sucesos lamentables y condenables como fueron las exhibiciones de indígenas ante públicos europeos (“zoológicos humanos”), sabedor de su efecto impresionante sobre el ánimo de los lectores poco o nada informado. ¿Qué Menéndez no tuvo nada que ver con esos tristes hechos, a quién le importa si su mención sirve al objetivo principal de la obra que es demoler a una figura histórica y con ella a toda una época? Las afirmaciones falsas o engañosas se suceden y podrían citarse varias como ejemplo, pero basta mencionar las referidas a la asignación de responsabilidad a Menéndez en la desaparición de los aónikenk del área de San Gregorio (pág. 68), o la insinuación de la deshumanización y perversidad de Nogueira (pág. 116), o la invención de un “retrato” de “cazadores de indios”, utilizando para ello una fotografía que diéramos a conocer por vez primera en 1982 en nuestra obra La Tierra de los Fuegos (pág. 159).
Así es, Marchante usa y abusa de la interpretación a su amaño de noticias históricas en orden a la afirmación de su pretendida verdad, tanto que cansa y fastidia, reiteramos a quien está informado sobre la materia. Vale, para el caso, la opinión del sociólogo Joaquin Bascopé, que compartimos, manifestada en una carta el director del diario La Prensa Austral de Punta Arenas en la que le exige a Marchante que lo desvincule de la trama argumental empleada en la obra que se comenta, por su manifiesta torcida intensión: Son tantas las manipulaciones intencionadas de las fuentes, tanta la simplificación de la historia, en el par víctima–victimario que, aunque esto agrega viveza al texto, lo aleja demasiado de la objetividad y de la verdad histórica de la que presume (edición del 16 de septiembre de 2014).
En fin, agregamos para concluir, no se puede escribir la historia de la forma que lo hace Marchante en el libro que se comenta, en que más que mostrar una faceta novedosa del pasado, sin mengua para la verdad, se evidencia un designio claro y preciso de revisión destinado a impresionar a lectores incautos. Nada más alejado de la verdad histórica que este “libro definitivo” que nos presenta Osvaldo Bayer en su prólogo, por su intencionalidad aviesa. Es un esfuerzo perdido, una obra que nada aporta al mejor conocimiento del pasado magallánico y que sí lo daña con su perturbador contenido.
Mateo Martinic B.